Una Épica Sobre La Venezuela Chavista – Mi Novela Sobre #Venezuela

Ya que Venezuela esta otra ves en las noticias, un pueblo que aun despues de 25 años niega su esclavitud, les recomiendo mi novela. Sobre unos presos politicos; unos estudiantes luchadores – y un tirano. Dos novelas en una; la primera es la ‘fiesta’, la segunda, la resaca. La resaca es fuerte. Vivi en Venezuela 7 años y cuento un monton de Venezolanos como amigos. Incluyendo Maria Corina Machado!!! #HastaElFinal — Esta ves si!


Finalmente, al llegar al parque, se sentó en un banco junto a un anciano que llevaba pantalones de deporte sucios, una camiseta vieja y una gorra de béisbol destrozada. Estaba sin afeitar; sus bigotes grises sobresalían al azar desde su rostro y, cuando hablaba, sus dientes marrones estaban expuestos, y su aliento apestaba por años de abandono. La nube verde de su hedor se extendió hasta Pancho, quien arrugó su nariz por la afrenta. —¿Recuerdas cuándo llegaron? —le preguntó el hombre, sin introducción.
—Sí, aunque yo era joven —respondió Pancho—. Sus camiones pintados en color rojo. La violencia en sus semblantes y la maldad sin remordimientos en sus miradas.
—Yo festejé —manifestó el hombre, alzando la vista para acceder a las partes mohosas de su mente—. Los jeeps y los autos particulares, las bocinas, todo el mundo estaba festejando. Los soldados recién llegados de las montañas, con las nieblas mágicas todavía aferrándose a sus chaquetas, y los hierbajos en sus barbas, sosteniendo sus antiguas pistolas; algunos sólo con machetes o cuchillos. La gente abría sus bodegas, y regalaban cerveza y comida gratis. Había tal optimismo, tal esperanza. Después empezamos a planear. Éramos un país rico, sabíamos que podíamos hacerlo funcionar. —A pesar de su apariencia, hablaba como un hombre poseedor de cierto conocimiento.
Pancho estaba en silencio.
—Pensé que iba a significar nuevas oportunidades para todos —dijo el anciano.
—Enhorabuena, bien hecho. —Pancho señaló a su alrededor. El banco estaba ubicado en medio de una comunidad improvisada de personas sin hogar, quienes se habían establecido en el parque, ya que no había ningún otro lugar adonde ir. Había viejos, jóvenes, negros, blancos, antiguos ricos y ahora pobres. Todos se sentaron juntos en el suelo, dentro de sus improvisadas carpas de plástico o zinc. No tenían nada, no había nada para ellos, esto era ningún lugar y todas partes al mismo tiempo. Lo peor era la sensación de inevitabilidad que todo el mundo parecía conocer y aceptar; no hubo lucha ni resistencia.
—Touché —dijo el anciano—, pero no se suponía que iba a ser así.
—Nunca lo es —dijo Pancho—. Cuando predican lo que predicaron por tanto tiempo, como ustedes lo han hecho. Cuando se ponen de pie con arrogancia y agitan el puño a Dios. Cuando colocan sus propias utopías perversas en el centro de su corrupción, niegan al creador y destruyen la creación… —El tiempo de Pancho en prisión había liquidado en él cualquier creencia. Pero todavía persistía en la idea de alguien que estaba por encima de todo, aunque él ya no lo sabía o no le importaba quién era—. Esto es lo que obtienen.
—Esa no era la idea. Sólo queríamos que los ricos pagaran un poco más.
—No. Ustedes querían un atajo a la riqueza. Buscaban el permiso para robar y para vengarse. Se enojaban porque los otros eran ricos, porque no tenían tanto como deseaban, porque las cosas parecían más fáciles para muchas otras personas; créeme, yo entiendo eso. Ser pobre es horrible. Es desesperante, desgastante, autodestructivo, aterrador y solitario, todo al mismo tiempo. Pero en su maldad cambiaron la admiración por envidia y odio, negándose a ver de dónde provenía la riqueza; se enfocaron, en lugar de eso, en buscar maneras de quedarse con ella. Sobre esa antigua y confortable utopía intentaron reconstruir la sociedad, sobre reglas escritas por y para ustedes solos. Compraron la mentira de que la sociedad no sólo puede sino que debe ser cambiada, y que deben hacerlo por la fuerza. La sociedad está hecha de hombres, y los hombres son imperfectos y egoístas, pero capaces de gran bondad, sólo bajo sus condiciones y respondiendo a sus propios corazones, nunca a la violencia.
—Pensamos que el Gobierno haría los cambios. —El hombre se encogió de hombros.
—Es cierto, se imaginaron que obligarían a su Gobierno a hacer lo que ustedes no podían. ¿Tiene eso algo de sentido? La posesión de armas, armas que nosotros les dimos, ¿eso les da a ellos la razón?
—Creo —dijo el anciano pensativamente— que simplemente no tuvimos suficiente poder ni compromiso, y fuimos demasiado tímidos.
—Ésa es la más grande de las mentiras —dijo Pancho, pero sin energía. La discusión era académica, entre dos personas quebradas dentro de un parque devastado en una ciudad destruida—. Construyen su gobierno, lo hacen tan poderoso que ya no lo pueden controlar, y entonces se sorprenden cuando los voltean. —Su voz se apagó sin terminar la frase.
—Si tan solo… —Fue la respuesta del anciano; la discusión se fue desvaneciendo con el cielo que se oscurecía por encima de ellos. Su intercambio había terminado, no tenían más energía para continuar. Por muchísimo tiempo esos debates ardían. Mientras tomaban café en las cafeterías, cervezas en los quioscos omnipresentes de las esquinas de los barrios, y desde las clases de la escuela pública, a través de las salas de espera del Parlamento, se derramaba en las calles un debate interminable, iracundo y sin sentido, un debate para colmar el tiempo de la gente y alimentar su euforia mientras sus líderes robaban y asesinaban. Un debate agotador, incansable. Entonces se volvió silencioso, y su energía se evaporó en el verde profundo de las selvas y en el cristal azul de los océanos. Las montañas ya no murmuraban con la ira revolucionaria, los animales y los hombres ya no conspiraban juntos para construir su paraíso, y la batalla que se había desencadenado en la mente de los ingenuos estaba definitivamente perdida.
Su silencio se prolongó hasta la eternidad.
La violencia que envolvía a la ciudad desde el anuncio del golpe de Estado había cedido. Pancho no se podía resignar a unirse a las multitudes que saqueaban los pocos restaurantes y las tiendas que quedaban abiertos en San Porfirio; así es que simplemente se sentó. Al caer la noche levantó los pies, puso la cabeza en sus manos y dejó que la oscuridad lo envolviera, hasta que no pudo dormir más y volvió a sentarse. Comía lo que había, los alimentos producto de los saqueos, los que circulaban por el campamento ingresados por manos desconocidas. A veces pasaba días sin comer. Pasaba la mayor parte de su tiempo mirando en torno al parque y más allá, a los edificios decadentes y a las montañas deforestadas. La revolución había sido como una ola, como un tsunami que explotó sobre Venezuela con poder y energía; incluso eso había sido emocionante, pero pasó, y en su estela no dejó nada más que un baldío.
Pancho estaba en combate con las tinieblas que lo estaban consumiendo. Se habían apoderado de todo lo demás, no se rebajaría al nivel de ellos, no los dejaría destruir su alma, no podían hacerle eso también. En su banco, en el parque, rodeado por otros pobres desplazados por los idiotas y sus incansables ajustes a la sociedad, Pancho se desesperó. El espectro oscuro de la muerte entró en su conciencia. No era La Pelona, para ella Pancho no era un gran hombre. Sólo el simple sentimiento de oscuridad, con quien él había estado luchando por tanto tiempo. Pero ahora, al final, no había nada a lo cual resistirse. Tanto tiempo preparándose para ser libre, luchando por eso, soñando con eso. Se dio cuenta de que para él pronto se extinguiría todo. No tenía nada, no había nada, no era nada; sin amor, sin posición, sin logros, ni incluso un lugar para descansar. Miró a su alrededor a la nueva Venezuela y supo que en su alma no tenía la fuerza de voluntad para intentar rehacer el trabajo de toda una vida en esta dura y nueva tierra, que se había convertido en un lugar para buscavidas, de tratos sórdidos e intercambios prostituidos. Simplemente no tenía la energía o el deseo. Quería una vida en libertad, a solas con sus pensamientos, y manteniendo la calma simple de su propia compañía, sin más reglas arbitrarias o directivas y, especialmente, no quería más violencia. Contuvo el aliento, temiendo por primera vez que eso que era nunca más volvería a ser. Justo entonces en la hora más oscura, en la noche negra de su alma, cuando algo, cualquier cosa era posible, oyó un susurro muy familiar. ¿Estaba justo al lado de él? ¿Estaba muy lejos? Nadie del grupo enojado de hombres anónimos y derrotados le devolvió más que una mirada. Entonces, una vez más, escuchó las últimas palabras de una frase, como si fueran para él: “No, ese no es el camino hacia El Dorado”.
Reuniendo la última voluntad de su espíritu desecado, se obligó a pararse y comenzó a caminar. Sabía que debía dejar ese lugar de muerte. Caminaba con las manos vacías, pero igualmente la carga seguía siendo pesada. Salió del parque hacia el Oeste, hacia las montañas, que al final se fundían con los poderosos Andes. Pasó junto a urbanizaciones enteras donde los edificios se habían rendido a la decadencia. Tenían vetustas salpicaduras de pintura roja sobre ellos, que los marcaban como objetivos de pasadas acciones de los revolucionarios, quienes habían perdido la energía que los motivaba. Caminó sobre postes de luz que habían sido arrancados del cemento, y escuchó el zumbido de los generadores de los pocos edificios bellos que no habían vuelto a las velas. Transitó junto a restaurantes con contraventanas, y por viejos centros comerciales ahora saturados por los ecos del griterío provenientes de los desmoralizantes juegos de niños desnudos. Coches viejos traqueteaban y zumbaban por las calles estropeadas, donde muchas personas caminaban con enormes bolsas sobre sus hombros o en equilibrio sobre sus cabezas. Arriba, colocado en el borde de una colina, el Jesús que llora, esa figura sólida de cemento que había ejercido vigilancia sobre San Porfirio por décadas, finalmente vio que su vigilia llegaba a un final. Ahora, su cuerpo yacía entre basura, de costado, derribado por razones que Pancho no tenía la energía para entender. —Les advertimos —dijo Pancho a nadie en particular, — que éste era el camino a la destrucción. Nadie nos escuchó.
Avanzó por el túnel y salió de la ciudad.

About Joel D. Hirst

Joel D. Hirst is a novelist and a playwright. His most recently released work is "The Unraveling" -- a novel about how it all came apart. He has also written "An Excess of Nationalism", a novel about Soviet Armenia. "Dreams of the Defeated: A Play in Two Acts" is about a political prisoner in a dystopian regime. And "I, Charles, From the Camps" is the story of a young man from the African camps. "Lords of Misrule" is the an epic tale about the making and unmaking of a jihadist in the Sahara. Finally, Hirst has re-published his "San Porfirio" series into one volume "The Epic Tale of Revolutionary Venezuela", about the rise and fall of socialist Venezuela (with magic).
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